La percibía como un inocuo vacío. Y no sabía que era, ¿cómo adivinar? Entonces, redescubría la misma sensación. Una y otra vez. Eso le oprimía el corazón, lo turbaba. Hasta que encontró el origen de esa persecución y el pensamiento cocinó a fuego lento impresiones visuales crueles e inhumanas.
Decididamente venía hacia él. Era una sombra de lo que podría haber sido, extendiendo la mano con exagerada parsimonia hacia un cielo pletórico de luz.
De pronto, se enfrentaron, se miraron mutuamente. Paralizado quien viaja observó de los huecos de donde salían sus ojos, un brillo metálico casi sin vida.
Parecía ser invisible. Un negado. Merodeaban por su cabeza calva unas moscas negras, grandotas. Despacio, en silencio, el lastimoso indio se acercaba cada vez más. Lo veía deglutir cada paso, fagocitar cada centímetro de aproximación. Sus piernas provocaban un extraño susurro, monocorde al levantarse mecánicamente del suelo.
Entonces dejó de retroceder, se paró en seco y decidió enfrentarlo. El pobre hombre también frenó y en bengalí balbuceó algunas palabras.
Y aunque pareciera extraño creyó verle una sonrisa detrás de esa boca amorfa. Y el humanoide levantó sus manos hacia el cielo y las colocó junto al pecho de quien viaja.
Sorprendido, revolvió sus bolsillos, sacó las últimas rupias que tenía y se las ofreció. Entonces el leproso cerró el puño y como si no hubiera visto a nadie, volvió sobre sus pasos.
Justo en ese momento el chirriar de los frenos de una poderosa locomotora diesel hizo su aparición en la vieja estación de Varkala.
Lentamente quien viaja se acomodó en uno de primera clase que lo llevaría rumbo a Bombay. Le esperaban 50 horas de un viaje que debía continuar.