«Uno se levanta todas las mañanas diciéndose que ya no puede más con esos artistas, con esas pláticas, con esas exclamaciones, con uno mismo; que basta ya de Arte, de Belleza, de Sacrificio, de Rigor, de Seriedad; que no hay tal predestinación, tal éxtasis, tal destino…; que somos fracmasones del arte, ¡qué horror!: yo te muestro y tú me muestras, y todos se muestran; que la meta está próxima, que llegaremos, ¡cómo no!, ¡no faltaba más! Finalmente me digo que se nos ha hecho una sucia jugada, que no hay tal arte, y estamos condenados por saecula saeculorum a seguir una sombra, cuyo cuerpo real y propio, nada tiene que ver con el triste uso y mistificación que hacemos de la misma. Bueno, me digo todo esto y mucho más, me pongo en sumo grado enérgico.
¿Y qué ocurre entonces? El resto del día me lo paso en artista, sacrificado, como un perro, buscando y diciendo que encuentro, gozando y extasiándome, y creyendo y esperando, sustituyendo los gastados ídolos por otros relucientes, enviando cartas, estando al corriente, pensando en la mente universal, en las obras de arte ya escritas (conservadas o perdidas) y en las por escribir. Toda una vasta red de comunicaciones: No estamos solos. / Nos une la mente universal. / Seguiremos informando. Después, los pequeños paréntesis: por ejemplo, cuando nos burlamos del artista que está un grado por debajo del nuestro. Lo consideramos perdido sin remisión, pensamos «que no llegará», hasta decimos que «es delicioso», medimos la distancia que nos separa de él, y con crueldad nos ufanamos de los pasos que aún le faltan.
El día transcurre disfrazado de artista. El arte se parece a las piedras preciosas. Creemos que tiene un valor en sí, que es moneda corriente y cheque al portador; creemos que abre puertas, perspectivas, que nos salvará del hambre de belleza o nos otorgará la posteridad. Es entonces que lo perseguimos, nos lo pasamos de mano en mano, creemos ver ladrones por todas partes y lo encerramos en una vitrina o en una caja fuerte.
He ahí lo terrible, nuestro mortal error: hemos encerrado al arte dentro de nosotros mismos. Nadie lo considera por un instante como la piedra que en la selva pierde su condición de preciosa y se queda solamente en piedra; piedra que, no obstante, es preciso conservar como peso muerto, pero que podrá ser valiosa en cualquier momento, sin que sepamos cuándo ni dónde, sin que nos propongamos tal valor ni por él nos sacrifiquemos. Una piedra que, no tiranizándonos en nada, podremos hasta trocar por un puñado de arroz.
Todos sabemos que el arte es el primero de entre los grandes y nobles mitos del hombre; pero muchos ignoran que ese mito vivificante, que puede adoptar la forma de un poema, que puede ser música, puesta de sol, cuerpo, canto de pájaro, tela de pintor, y tantas y tantas cosas más, tiene hoy un nombre propio: Arte, y que por dicho nombre y en dicho nombre, y no por lo que encierra, se vive y alienta hoy; se vive y alienta por un nombre que depara el destino menos artístico de los destinos, la obra más extrartística de todas las obras.
Y es que nuestro siglo se ha envenenado tanto con lo «artístico» que sólo mira del arte su valor convencional. Hoy el arte es una letra de cambio que se hace efectiva. Así como los diamantes significan mucho más para el joyero que para la dama que los luce o el ávido que los contempla tras el vidrio, así también el arte es más valioso para los «artistas» que para el simple público. Hoy el arte es una criatura sagrada, se le protege, se habla de él con unción, temor y esperanza; consideramos al arte como una especie de Abraham que va a darnos la suprema oportunidad de convertirnos en un hijo suyo, que deberá sacrificar
Nos hemos preocupado tanto con el arte, a tal grado de excitación hemos llegado que ya no nos percatamos (¿nos percatamos?) de algo gravísimo: nuestros desvelos por el arte lo han convertido en algo personal y manejable; hoy el arte es una persona más en el mundo de las personas, una potencia en el mundo de las potencias; con él hay que pactar, discutir; le hemos erigido sus palacios, creado su lengua propia, su telégrafo de señales, y levantado capillas de las que somos los oficiantes.
Y pregunto: ¿nadie se da cuenta de que la mutación del arte en escenografía supone automáticamente la muerte del mito? Pero he hablado de escenografía y no nos queda otro remedio que entrar en la casa del pintor. Es allí donde el arte ha sido obligado a causar mayores estragos (vean los lectores que digo «ha sido obligado»). No bien hemos traspuesto sus umbrales, nos vienen a la cabeza dos viejas expresiones de la jerga teatral. Son éstas: mise en scène y deus ex machina.
Así es la casa del pintor: a) una decoración fija y sucesiva; b) cuatro o cinco efectos (hoy diríamos trucos) durante la representación. Si al final usted no ha vomitado, psíquica o físicamente, es debido a esas viejas nociones de educación y respeto, o pura y simplemente porque también está usted inficionado del mal. Enseguida comienza la farsa. Se «pasa» el primer cuadro y los actores entran en juego. Aquellos que «ven» la obra lanzan exclamaciones. Exclamaciones que obedecen a toda una convención. Si alguno de los asistentes dice una ya archivada, hará el ridículo; otro se «lucirá» si dice a tiempo la de moda.
A su vez le llega el turno al pintor, que además de pintar, sabe también departir: explica su cuadro, la técnica que siguió en su ejecución, los juegos de luces, la distribución de masas, el espacio ganado y el espacio perdido, los planos… Con los planos el pintor tiene una brillante oportunidad; se detiene en los planos, cree extasiar a sus oyentes, a su vez los oyentes creen que se extasían porque todos ellos pertenecen al País del Arte. Entonces se llega a los detalles. Y los detalles hacen multiplicar y quintaesenciar las exclamaciones: ¡Ah! ¡Oh! ¡Estupendo! ¡Estupendísimo! ¡Qué cosa! ¡Notable! ¡Maravilloso!
Y como el pintor sigue encontrando detalles, y como ya también los encuentran los invitados, ocurre que el cuadro se vuelve un detalle; y como el detalle lleva al detalle, todos se dan a encontrar un detalle en lo que les rodea; la casa se hace detalle, detalle los seres allí reunidos, la vida detalle y… ¡horror!, el arte, un detalle, lleno él mismo de graciosos y suculentos detalles. Perdonadme este exabrupto del humor: lo hago a fin de evitar las lágrimas… ¿Es que nadie percibe que el arte no resiste la simulación?
¿Es que alguien puede –como dice Gombrowicz– conmoverse sin conmoverse y decir que comprende sin comprender? Y cuando tales equívocos se producen ¿no debemos pensar que ciertos artistas se arrancan su cara real y propia para ponerse la cara del arte? A estos enmascarados el arte se les vuelve más y más importante, más y más imperioso, pues sólo queda al que perdió el hilo de su existencia, la pasividad de la adoración. En la base de todo sentimiento religioso está la adoración, pero el arte no es adoración sino acto.
¿Cómo podría hablarse, pues, de la religión del arte? No sé si está claro que las fronteras que separan el arte de la religión, son las mismas que separan la existencia inmediata del hombre –la que vive con los años que va a tener de vida– de esa otra existencia mediata, problemática que es la inmortalidad del alma y la vida eterna. La religión es un dios que exige creciente adoración; ahora bien, toda adoración es ciega, abismal y pasiva. Pero lo contrario del arte es ser lo menos adorable: allí donde se le erige un altar, donde se le rinde culto, se presenta como todo menos como arte.
Él no quiere que el artista lo adore –esto lo convertiría automáticamente en sujeto pasivo– sino que quiere adorar, esto es, devenir sujeto activo, mediante, podría decirse, una hipóstasis. Porque el que adora olvida que pierde soberanía. La pierde el que acepta un jefe, el que se anega en Dios, el que adora el arte… La vida, en general, es pérdida constante de soberanía: dependemos siempre de alguien, algo nos limita y conforma en algo que está fuera de nosotros. Y lo único que puede hacernos soberanos es la medida de nuestra propia existencia, lo que podemos sacar de dentro a afuera y administrar como propio. Ahora bien, el arte sólo es tal en cuanto refleja nuestro paso por la tierra.
Quisiera dejar grabada en la mente de los habitantes del País del Arte esta sencilla verdad: no es el arte quien nos hace artistas sino que somos nosotros quienes ponemos sobre un plano artístico nuestra propia existencia. Y otra verdad inobjetable: el arte de los demás –el del vecino, como el del clásico o el del autor de moda– poco tiene que ver con nuestro íntimo problema humano. No es leyendo a un artista que voy a volverme artista, no es por estar a tono, por estar al tanto, por imitar o ser sutil, por hablar el lenguaje del arte, que seré artista.
La aspiración –muchas veces secreta, otras expresa– de estos habitantes del País del Arte, es el llegar a escribir o a pintar como un Kafka o un Picasso. La obra de los grandes artistas se les ha convertido en una meta, pero meta trágica: el demonio de la imitación se hace pagar con el alma del que imita. Decía antes que el arte es acción y la religión adoración. En tanto que el hombre actúa, no está sujeto a la imploración. Se implora porque se quiere algo que no está en nuestras manos. El hombre que acude ante su dios, lo hace movido por la impotencia de obrar ante una situación que se le resiste.
Por eso, cuando los artistas se preocupan demasiado del arte, cuando le imploran y a él se abandonan, hablan constantemente del mismo y de su importancia, en fin, cuando se convierten en súbditos suyos –súbditos del País del Arte– es que han perdido la facultad de actuar por sí mismos, el problema a resolver ya no está en sus manos y tienen que implorar al arte que se los resuelva. Pero contrariamente a la religión, no está en ese Arte con mayúscula la posibilidad de resolver tales problemas, siendo, como es, un movimiento engendrado por la facultad creadora del hombre.
Entonces, ¿a qué imploran estos adoradores? Al fantasma del arte, al antimito que ellos han engendrado con sus convenciones, sus señales, sus códigos, sus genuflexiones y malentendidos. Consecuencia natural de esta postura es el desdén y horror que experimentan estos súbditos por todo lo que, en materia de arte, se presenta como extrartístico. A los ojos normales, lo extrartístico es noción bien difícil de concebir. ¿Se puede conocer lo artístico y lo que no lo es, por otro camino que no sea el del proceso creador? Ellos afirman que sí, y con infalible ciencia separan la paja del grano…
Tienen una zona que llamaríamos en términos un poco militares «zonas de seguridad»: en ellas está lo que se puede tomar y decir del arte sin despertar graves sospechas; en dicha zona nadie, por ejemplo, utilizará para la factura de un verso la palabra luna o la expresión al claro de luna, como tampoco ninguno será tan infantil o poco avisado para insertar en una de sus composiciones, digamos, la palabra chivito o la frase un chivito saltarín. En el primero de los dos ejemplos se le acusaría de arcaico; en el segundo, de ingenuo, o lo que sería mucho peor, de poco artista. De esto se sigue que, para los habitantes del País del Arte, la materia requerida para sus obras se convierta en uno de los problemas más difíciles.
Si no pareciera una paradoja, se podría decir que deben buscar una materia previamente artística para sus creaciones artísticas. Esto es el colmo de la locura o de la desdicha; pero es una amarga realidad en nuestros medios cultos. Hasta un ensayista, formalmente el menos artista de todos los artistas, se preocupa tanto por la forma artística de su ensayo, que sacrifica el asunto en sí a la mera palabra.
Podréis matarlo, pero no descender de la «altura» en que se encuentra cómodamente instalado. ¡Tan cómodamente…! Como que parte de ese dudoso presupuesto que es toda misión. «Yo soy un misionero del arte». «Yo deberé plantar la bandera del arte en aquel picacho…» Jamás el verdadero artista habló de una misión que cumplir, pues: ¿no era él mismo dicha misión? El artista es una persona privada que pasa a ser pública, en virtud de una universalización. Pero los adoradores, los misioneros pasan, como consecuencia de su apostolado expreso, de personas públicas a privadas. Esto es, se da en ellos una progresiva reducción de los elementos vitales. En ese momento se han convertido en el anónimo vecino de la anónima calle. Y punto final. Temo que haya muchos vecinos y muchas calles. Sin embargo, no quedaría fuera de lugar esta inocente terapéutica: «No es el arte quien nos enriquece, sino que somos nosotros quienes lo enriquecemos a él». Teniéndola muy en cuenta, eludiremos soberanamente la estéril residencia en el País del Arte»
Virgilio Piñera. El País del Arte. Escrito en Buenos Aires y publicado en la revista Orígenes. Año 4, número 16. Invierno, 1947