En los tiempos que Garry Winogrand realizaba sus trabajos más prolíficos y creativos (década del ’60 y ‘70 del siglo pasado), el contexto fotográfico era muy desfavorable a su manera de entender la fotografía.
Mientras que, en general, el fotoperiodismo buscaba ser descriptivo, esclavo de la realidad y que todo sea un documento; Winogrand sólo deseaba sugerir, en el sentido visual más amplio, como si fuera un poeta anhelante de transmitir sólo gotas expresivas de emociones de su entorno urbano preferido (Nueva York, especialmente) que lo inspiraba.
Y todo ello le resultaba doblemente satisfactorio porque sabía (y deseaba) dejar “imágenes inconclusas” para que la completara algún espectador activo. Y a su vez, con todo ello no quería decirle al espectador lo que tenía que pensar o decir, sino que re elaborara el mensaje con sus propias experiencias.
A Winogrand lo acusaban de mentiroso (algunos sectores puristas de la fotografía americana) porque no quería decir la verdad, sino lo que él llamaba el “problema fotográfico”; es decir, que la fotografía fuera una imagen propia más allá de ser esclava de la realidad.
Según Sandra S. Phillips – en su nota en el catálogo de exposición que publicó la Fundación Mapfre en el 2015 -, a Winogrand le parecía fascinante la relación que se establecía entre el mundo real y la fotografía. Muchas veces hacía imágenes sólo para ver cómo la cámara revelaba esa escena que acababa de captar, diferente a lo que estaba en su mente.
“Lo que el ojo ve es diferente de lo que la cámara registra – señala Lisette Model – Mientras que el ojo ve en tres dimensiones, las imágenes se proyectan en una superficie en dos dimensiones, lo cual constituye un gran problema y el resultado es que sus imágenes muestran un desorden y una imperfección aparentes, siendo ese precisamente su atractivo y su estilo”.