El trabajo en Pren Dam había sido especialmente duro. Demasiados baldes de agua había que acarrear. Más de lo debido.
Quien viaja evocaba como afiebrado las meticulosas limpiezas en esas habitaciones de enfermos terminales y su recuerdo lo agobiaba aún más. Hacía demasiado calor ese mediodía.
Imaginó también la mañana que su compañera había tenido en Kalighat. Quizás igual de agotadora. Y con una espasmosa lentitud de calor bajó el brazo hacia su mochila, tomó un cuaderno, se sentó y comenzó a escribir.
Cuando terminó lo juzgó importante porque lo había escrito con el corazón más que con la razón. Entonces decidió guardarlo.
Las horas entre hermanas y voluntarios pasaban lánguidas como los cansancios y los calores. Una noche, luego de una cena comunitaria con amigos europeos volvió a su casa ambulante: la mochila y a su cuaderno pero extrañamente no lo encontró, no estaba.
“Quizás sean los mismos duendes que se llevan mis bolígrafos”. Rió un poco pero durante muchos días estuvo contrariado, de mal humor cada vez que se acordaba.
El tiempo y un tren los depositó en Varanasi. Y aún no había lapsos para recuerdos demasiados presentes entre calores soporíferos y humedad. “Era chiquito, en algún lado estará, quédate tranquilo” le decía la flaca con un dejo de resignación.
Pero pasó mucho tiempo más, varias ciudades y algunos aviones. En la rue de Grenelle la gente compraba frutas de estación y los trenes iban y venían por sus cabezas. Todo estaba limpio, demasiado para su gusto, lejos de aquellos ruidos ensordecedores de motos y autos indios. No sabía si eso era mejor o empeoraba la situación. Tal vez no importaba. Pronto ella se fue a Bruselas y quien viaja se quedó con su ausencia y Danielle que lo aguardaba todas las tardecitas con quesos y buen vino francés.
Cuando estaba en la casa de ella, volvía siempre a su mochila. Una vez y otra hasta que entre pilas de escombros viajeros encontró aquel cuadernito. “Increíble…eran los duendes al final…no hay manera de entender esto” . Y lo volvió a leer y se acordó de su importancia momentánea.
Decía así:
“Como por esas cosas del tiempo y de una situación totalmente azarosa, vuelvo a escuchar los lamentos del sonido alegre de una flauta tocada por un vendedor callejero.
Parece mentira volver a escucharlos. Nada termina y todo parece volver a un retorno eterno como decía Nietzsche. Y en ese ciclo, una suerte de permanencia se mantiene en el tiempo en esta madeja de transformación que es Calcuta.
En esta segunda vuelta he tratado de llenar algunos baches, unos cuantos con la certeza de encontrarlos y finalmente hacerlos entrar en el galpón de mi memoria.
Algo se había desvanecido y el tiempo se encargó de recuperarlo. Unos sonidos que muchas veces quise evocar en esos tres largos años de ausencia porque me parecían de aquí, de Chowringhee y como llevados por las olas de esta historia que no por casualidad se reunifican, los escucho nuevamente y la emoción crece, aumenta, se dispara en todo mi ser . No se condensará allí toda la tragedia de esta ciudad que yo percibo? No será acaso que esos endemoniados sonidos son un punto de inflexión en mi vida?. ¿Es estúpido pensar todo eso?…no sé, pero cada vez que los escucho…ay de mi!!!
El está siempre sentado frente al Army Salvation como esperando, como esgrimiendo una estrategia siempre de bienvenida para nosotros. Está sereno, contemplativo y parece más grande aún con su barba cortada como un típico musulmán.
Chowringhee – Calcuta – India
Recuerdo haberle comprado – como tantos otros – una flauta sencilla. Como tantos otros caí en la tentación de llevarme algún pedacito de esa historia que la vas haciendo diariamente sin importar el calor o los monzones de Bengala. Esos tonos de violín artesanal le han dado una etiqueta, un vals oriental que no podía dejarla pasar en esta jauría de calles; mientras él permanece inmutable con su negocio ambulante. Un poquito en la esquina, luego más cerca de la puerta del hotel Failaun o en el portal negro, negrísimo del Army Salvation.
“¿Cuál quieres?” me dijo desplegando todo su arsenal musical. “algo bueno y barato, 150 rupias y es tuya”. Luego el regateo y la música de siempre que se introdujo de mil maneras en mis calurosos sueños de tardes febriles hasta evaporarse en mi subconsciente”.
Cerró la libreta y volvió a emocionarse. Acto reflejo se paró y miró a través de la ventana la ciudad teñida de mañana, sol, primavera y la deslumbrante torre Eiffel.
Se preguntó que hacía allí y por qué no podía recordar la melodía del flautista. Quizás fuera por culpa de la trompeta de Miles Davis que sonaba con total inpunidad por todo el piso.