Casa de la Moneda – Potosí © Marcelo Caballero
A medida que la mañana transcurre, sus luces peregrinas blanquean sin apuro las sombras del colonial y decadente patio del Hotel Potosí.
Impaciente, quien viaja prepara unos mates en una mísera cocina. La cacerola comienza pronto a hervir y considera que el desayuno ya está listo. Y también está preparado para escribir. Para canalizar como una terapia sus vivencias.
Entonces desea ponerle punto final al recuerdo de esos oscuros túneles.
En unos minutos toma ánimo y mientras degusta de sus mates, bosqueja algo en su cuaderno de viajes:
“La oscuridad está latente. Se entremezcla hasta en mis más íntimos pasos. Las envolventes sombras que titilan en los negros huecos vierten sudor, mucho sudor a mi corazón.
Y la sensación es alucinada. A pesar que el siglo XXI emerge como la centuria de las nuevas tecnologías, la visita a las minas de Potosí me provoca extrañas ambigüedades y ciertas frustraciones culturales. Un espacio descolorido, de triste pasado aún vigente.
Me acuerdo de aquel vozarrón….“Cuidado gringos, háganse a un lado” vociferaba Jaime y el imperativo de ese guía minero aún retumba lacerante en mi cabeza.
Recuerdo que esa orden no era para nuestro grupo. Sino para un contingente de rubios turistas nórdicos que venían pisándonos los talones. En ese momento pensé en los deseos ocultos que llevan a esos jóvenes del primer mundo con buena calidad de vida a hurgar por esos túneles llenos de olor a muerte.
Lo cierto fue que en ese instante de divagaciones irrumpieron por la galería unas sombras estropeadas por el escaso oxígeno del lugar y pasaron frente a nuestras narices sin vernos. Unos metros más adelante pararon y comenzaron a cargar piedras y más piedras residuales ante nuestra sorprendida mirada turística.
Recuerdo sus mejillas hinchadas por la coca. Recuerdo como esos pobres obreros metían en el carro cientos de kilos de dura tosca en pocos minutos sin decir una palabra como si fueran decadentes robots. Finalmente cuando terminaron, dos mujeres del contingente europeo que no llegaban a los 20 años se acercaron con timidez y pusieron junto al vagón de carga, unas botellas de Coca Cola y varias bolsas de nylon verde con hojas de coca en su interior. Aquella imagen sacada de contexto suena en mi cabeza como un duro encontronazo de historias, de divergentes e hirientes caminos culturales.
Y pienso en dónde estarán sus pensamientos, sus ilusiones, las extrañas razones que los llevan a arrastrar carros y más carros por más de 12 horas de trabajo diario, de infrahumana vida subterránea. Y por sólo 5 dólares diarios venden su alma a la sierra llamada Rica. Rica de metales pero también de gases tóxicos que dejan sus pulmones llenos de ironías. Sarcasmos de este capitalismo tardío que impregna de muerte en vida a estos mineros..”–
“¡Vamos, hombre! que nos tenemos que ir!!.. “¡Vamos, argentino!” . Levanta la vista y ya no puede escribir más. Los sonidos amigos que provienen de la puerta de entrada del viejo hotel resuenan en sus oídos como un alivio. Un involuntario respiro.
Piensa que así son los viajes, una sensación lleva a otra, de un momento triste a otro banal, alegre. Constantes del devenir, de las incertidumbres.
Mientras camina distraídamente por las calles de Sucre no puede dejar de pensar en las páginas de una vieja edición de los Socavones de la Angustia que terminó de leer en el bus camino a esta colonial y blanca ciudad: Y no puede sacar más que una triste conclusión de todo ello: lo que observó en Potosí no se diferencia en nada de lo que Fernando Ramírez Velarde escribió con tanta precisión sesenta años atrás.
Tremendo documento Marcelo, muy revelador.
Me gustó todo él.