Un salar en el techo del mundo: Uyuni

Hola amigos…hoy el frío, la tramontana ampurdanesa y el recorte de viajes debido a la crisis me pone un poco melancólico y también soñador.
Solo el deseo de hacer una nueva travesía me lleva a releer mis viejas crónicas que tengo guardadas en el disco duro del ordenador. Y así, de esta especie de cuaderno de viajes virtual, extraigo una que quiero compartir hoy con ustedes.
A continuación transcribo el relato, escrito con un tono muy periodístico de mi travesía por el Salar de Uyuni que realicé en el 2006 y me acercó a una naturaleza realmente conmovedora:


«Viajar por el altiplano boliviano, lo confieso, es una aventura imperdible. No sólo por el aire escaso de la gran altura o por el insoportable frío de las noches. También por los continuos paros de transportes, aumentos diarios de pasajes o caminos recién clausurados. En ese sentido viajar por la gran meseta sudamericana se presenta como una verdadera odisea llena de incertidumbre.
Apenas cruzo la frontera desde La Quiaca me entero que hay un paro nacional de trenes. Sin embargo con mucha fortuna consigo un pasaje para esa misma noche en un destartalado bus que me lleva a Tupiza, ubicada a sólo 80 km.
Pero el motor del antiguo transporte no soporta la altura y nos deja varados en medio de la nada. Horas después nos rescata otro bus y exhaustos llegamos a la madrugada a esta ciudad conocida por las andanzas que a principio del siglo XX protagonizaron los más famosos bandoleros del oeste americano, Butch Cassidy y Sundance Kid que buscaban hacerse ricos con las minas de plata.


Tupiza © Marcelo Caballero
Tupiza © Marcelo Caballero Considerada la puerta de ingreso turístico del sur, Tupiza obra como una escala casi obligatoria para todos los que quieren ir al salar más alto y más grande del planeta: Uyuni. Toda una mañana regateé precios en oficinas de viajes del centro hasta que finalmente consigo una razonable travesía hacia ese remoto e inhóspito paraje, resto de un mar que llenaba todo el altiplano hasta el Lago Titicaca y en el curso de muchos millones de años, desapareció. Y los restos son hoy los del salar.

Rumbo a las lagunas de colores

“Iremos hacia el sudoeste en dirección el volcán inactivo de Licancabur ubicado junto a la frontera con Chile” explica Freddy, nuestro guía local.
Los 500 km. que recorremos no son para nada aburridos. Atravesamos grandes extensiones de tierras de poca vegetación. De vez en cuando manadas de llamas o de vicuñas se paran curiosas al vernos pasar. Y también hacemos pequeñas escalas en poblados de no más de 100 personas donde los lugareños se dedican al pastoreo o a la comercialización de lana de llamas muy codiciados en los mercados artesanales de Uyuni o Tupiza.
Con sus casi seis mil metros de altura, el Licancabur nos señala que nos acercamos a la Laguna Verde. Fredy nos cuenta que la coloración verde esmeralda de sus 17 km² de masa acuática se debe al alto contenido de magnesio, un mineral muy común en la región. El GPS del vehículo marca 4350 msnm. Y por un largo rato nos olvidamos de un reciente inconveniente mecánico y los lunares paisajes del entorno acaparan toda nuestra atención.



Laguna Verde © Marcelo Caballero Durante las noches – nos explica Fredy – la temperatura baja hasta los 30 grados bajo cero. ¿ Se imaginan, no? pero debido al calor volcánico las aguas del lago nunca se congelan”.
A lo lejos, en el medio de la laguna, centenares de flamencos andinos descansan. Esta exclusiva especie que sólo vive allí está protegida por el Parque Nacional Eduardo Avaroa creado en 1973.
Un tiempo más tarde salimos hacia un control aduanero y luego de la inspección, el camino volcánico nos lleva cuesta arriba por espacio de 80 km. hasta el punto más alto de nuestra travesía: 5000 msnm. Entonces, hacemos una parada obligada y salimos a recorrer el sitio. “!Qué mal que huele todo esto!” me dice Maayan Ben-Or mi amigo israelí. Investigamos entonces de donde viene tan penetrante hedor. Pronto, nos sorprendemos caminando por un campo geotérmico activo con ojos de fango borboteando vapores sulfurosos: “ahhhh, ¡ de acá viene el maldito olor!” me dice Maayan tapándose la nariz.
A pocos metros detectamos un orificio inmenso que como una entrada al infierno despide grandes cantidades de vapores blancos. El guía nos señala que se trata del geyser “Sol de mañana”. Maravillados nos quedamos un buen rato.



Maayan en el Sol de Mañana © Marcelo Caballero
En las cercanías se encuentra el Campamento Ende al que arribamos poco después cansados pero felices. Allí hace mucho frío y después que el sol se va ya no se puede estar al aire libre ni por un minuto.
Durante la mañana siguiente surge otro inconveniente. Encima del techo del vehículo tenemos un depósito para cien litros de gasolina. Pero con las temperaturas tan bajas, es imposible fijar la manguera en el empalme que va al tanque de la camioneta. Con mucha paciencia tuvimos que calentarlo y reblandecerlo con una vela. Solucionado el tema partimos muy retrasados hacia otro de los hitos del viaje: la laguna Colorada.
Este lago, que debe el color de sus aguas a los sedimentos de zooplacton, fitoplacton, produce un colorido contraste con el entorno. Conocido también como el “Nido de los Andes”, cobija a más de 30.000 flamencos de tres especies diferentes y lo convierten en una de las mejores zonas del mundo para su observación.



Laguna Colorada © Marcelo Caballero Aún nos faltan 200 km. más para llegar a las inmediaciones del salar. Dejamos atrás el fabuloso lago y nos internamos en un camino que bordea la frontera con Bolivia. A medida que avanzamos, otros milagros de la naturaleza aparecen ante nuestros ojos. Como Pampa Siloli, una llanura infinita y solitaria, que no tiene nada de fauna ni flora pero nos contentamos con observar los impresionantes cerros y volcanes que nos acompañan.
“De noche este desierto – comenta el guía mientras señala las centenares de huellas marcadas sobre la gris arena – se convierte en una supercarretera de camiones que van y vienen. Se contrabandea de todo hacia Chile”. Y las maravillas siguen. Pero tenemos que apurar la marcha. Rápidamente dejamos atrás el lugar y comenzamos a bajar de altura. Pasamos por una serie de lagunas menores (en superficie, no en belleza) pero con nombres curiosos: Honda, Chiar, Hedionda y Canapa. El atardecer nos sorprende junto al Volcán Ollague y a los pocos kilómetros alcanzamos la Villa Martín donde descansaremos.
Por primera vez en la travesía nos alojamos en un hotel construido totalmente de sal. Allí nos enteramos que el albergue tiene un generador que produce electricidad, pero no calefacción. No hay problemas para el grupo. Por eso nos preparan una cena muy nutritiva y calorífera basada en arroz con quinua (cereal de origen incaico) y carne de llama. Y un viejo barril devenido en estufa actúa como perfecto fogón para después de la cena y aprovechamos ese momento para contarnos historias y anécdotas.
El resto de la casa permanece en el frío. Sin embargo las camas (bloques rectangulares de sal) tienen temperaturas muy agradables con colchones con mucha espuma y diversas cubiertas de lana.
Al día siguiente aún de noche nos preparamos para entra al salar. La amable dueña del hotel nos sirve un buen desayuno con mate de coca. Y nos explica que en el aire tan enrarecido, la coca es un componente muy importante en la vida de ellos. El mate anima la circulación sanguínea y favorece la formación de glóbulos rojos que abastecen el cerebro con oxígeno para evitar el soroche (la enfermedad de la altura).

El salar de Uyuni

El gran salar nos da la bienvenida a unos 3.700 msnm. y su enorme llanura plana y blanca de colosales dimensiones (12.000 kilómetros cuadrados) no parece brindarnos ningún punto de orientación.
Sabemos que hay que tener mucho cuidado en el ingreso ya que en sus orillas y por varios kilómetros existen numerosas ensenadas bastante fangosas. Si no encontramos pronto la plataforma de entrada corremos el riesgo de atascarnos en los fangos salados. A esto hay que agregarle una multitud de “ojos”, pozos bastante profundos, que debemos esquivar por todos lados.
Mientras esto ocurre, amanece y hacen 15 grados bajo cero. El cielo es de un azul profundo como pocos y la llanura de sal se muestra bien blanca, brillante.
Finalmente el conductor localiza una parte sólida del salar y mientras ingresamos nos comenta que estamos viajando sobre 6 metros de sal, bien pura y granítica. Eso nos tranquiliza pero enseguida añade que “ahora viene la parte más difícil. Debemos orientarnos”.



Salar de Uyuni © Marcelo Caballero
Por el efecto de la encorvadura de la tierra y las distancias tan largas, la brújula no puede ayudar mucho porque sólo indica un punto cardinal. El hecho de viajar casi 100 km. a través de la nada con la obligación de encontrar un punto es todo un tema. Para evitar perdernos, el conductor utiliza el GPS. Ahora estamos muy solos con esas incertidumbres y encima, una hora después, comenzamos a transitar por una superficie con 30 cm. de agua. Ya no se puede detectar ninguna huella y las dudas van creciendo.
Tensos, durante más de una hora, nos aferramos al horizonte en busca de una referencia hasta que el conductor salta del asiento “¡Allá hay algo!, ¡parece un montículo! dice Luis. La flecha del GPS también lo ha visto. Entonces estallamos de alegría y entusiasmo ante la noticia.
Resulta difícil encontrarnos en el medio de la nada con una isla donde crecen cactus de hasta 6 metros de altura. Confieso que Cujirí más conocida como Isla Pescado me pareció espectacular. La superficie de granito y tierra orgánica permite que esta especie de cactus gigante pueda desarrollarse dentro de un ecosistema muy especial.
Después de subir a la cima de la isla, abandono a mis compañeros por un rato y disfruto de la soledad contemplando desde allá arriba 360 grados de sal. El silencio y la tranquilidad me envuelven. Una sensación casi religiosa de armonía se adueña de mi corazón. Vale la pena estar allí a pesar de los inconvenientes del viaje.



Isla Pescado © Marcelo Caballero
Con la referencia de la isla es más fácil salir del salar. Siempre en dirección al este llegamos al único hotel de sal dentro del gran salitral. Hotel del salar © Marcelo Caballero
Paramos un ratito para conocer sus instalaciones y seguimos viaje hasta las inmediaciones del pueblo de Colchani donde los locales trabajan en la producción de sal.
Nos impresiona en las pobres condiciones que trabaja esa gente.
Trabajadora de Colchani © Marcelo Caballero
Nucleados en pequeñas cooperativas familiares, todos los días, bien temprano, amontonan con sus palas colinas de sal, las desaguan y las llevan en camiones hasta el pueblo. Allí las limpian y las dejan secar al sol. Por último las envasan y las venden a un monopolizador consorcio norteamericano. Cada obrero cobra alrededor de cinco dólares por más de 15 horas de trabajo diario. Curioso, deseo saber porque usan siempre pasamontañas y gruesos guantes de lana. Un joven trabajador accede y me muestra sus manos y cara quemadas por las terribles inclemencias del tiempo y la sal.

Manos de sal © Marcelo Caballero Con esas conmovedoras imágenes en la mente llegamos a Uyuni, ubicada a sólo 20 km. de allí. De esa manera esta minera ciudad boliviana obra como punto final a nuestra travesía por el techo del cielo.

Acerca de marcelocaballero

Marcelo Caballero. Fotógrafo, poeta
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