Afuera la nieve caía a borbotones y en la taberna una espesa nube de humo mezcla de tabaco y aromas culinarios le ofrecía una sugestiva bienvenida a quien viaja.
Como un sonámbulo deambuló por el salón sin mirar a nadie. Pero pronto encontró un lugar justo en el medio del mismo. Al sentarse se dió cuenta que todos los que estaban allí lo observaban con curiosidad. Parecía ser que era el único occidental. Entonces, sacó un paquete de galletas de entre sus húmedas ropas y comenzó a comerlas para olvidarse que lo miraban.
Al rato se le acercó un chino que parecía ser el cocinero. Llevaba puesto un delantal que antes era de color blanco y ahora estaba repleto de manchas oscuras de grasa. Sin perder el tiempo, mediante gestos, quien viaja le hizo saber que quería comer lo mismo que todos los que estaban a su alrededor: sopa con carne que presumiblemente era de yac.
Cuando el cocinero retornó a su mesa con un humeante plato caliente entre sus manos, un hombre muy alto y delgado se paró frente a él. Se trataba de un tibetano bastante joven que le sonrió con una exasperada amabilidad. Quien viaja lo invitó a compartir su mesa.
Por la forma que iba vestido, pensó que el tibetano era un nómade. Usaba unas botas negras que le llegaban a la rodilla, una chaqueta de piel de yac con una manga más larga que la otra que según la costumbre no se usa para introducir un brazo. Y para coronar una especie de sombrero de copa bien alto.
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El joven, por cierto, se llamaba Vagdro y había nacido en Ganze, un poblado ubicado a pocos kilómetros de allí. Vagdro le hizo entender con gestos ampulosos y muy graciosos que tenía un rebaño de yacs y que aún no estaba casado.
Con mucha timidez le mostró una medalla que tenía en el pecho. Era la imagen del líder espiritual tibetano. Pero enseguida se la guardó. La estricta legislación china prohibía el uso de cualquier imagen de ese hombre santo que vive exiliado desde 1959 en India.
De repente dos parroquianos chinos que parecían estar bastantes ebrios entraron en escena: se acercaron a la mesa de quien viaja y el que estaba más tambaleante se sentó aparatosamente en la única silla vacía. Inmediatamente increpó al nómade con gritos y algunos escupitajos. El pobre tibetano no hizo nada y como seguía gritando, optó por darle la espalda. Parece que ese gesto enfureció al chino que se paró como pudo y se puso frente al tibetano en una actitud desafiante, agresiva hasta que se tomaron a golpes.
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(Extraído del libro de relatos «Pasajeros del devenir»)